15 Agosto 2023

Texto y fotografías de Gaia Squarci, este ensayo se publicó originalmente en la Marie Claire Italia

Sumergida en un baño caliente en mi casa, me lavo la arena del pelo. Acabo de regresar de un viaje que me propusieron dos amigos: un largo recorrido por carretera desde Milán (Italia) hasta Dakar (Senegal) para informar sobre la salud y los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y sobre la labor que realiza el UNFPA para mejorarlos. Mis amigos Dario de Lisi y Simone de Eguileor se pusieron al volante y yo me uní a ellos para conocer a mujeres y niñas a lo largo del camino.

Mientras el agua me cubre, pienso en las mujeres que conocí, y en el peso que siempre soportan los cuerpos femeninos. Cuerpos cargados constantemente de significado y simbolismo, de formas radicalmente distintas que vienen determinadas por el lugar en el que una mujer nace.

A continuación les presento a las mujeres y niñas que conocí por el camino.

Centro Al Wava, Mauritania

En un aula de las afueras de la ciudad de Nuakchot, unas adolescentes se sientan en sus pupitres y aprenden a leer y escribir en árabe. Participan en un programa de dos años, en el que reciben educación y asistencia jurídica en un centro apoyado por el UNFPA, tras denunciar a la policía casos de violencia de género. En la mayoría de los ocasiones, se trata de violaciones.

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Adolescentes supervivientes de la violencia de género aprenden a leer y escribir en árabe en el Centro Al Wava. Las que son madres pueden llevar a sus hijos a clase.© UNFPA/Gaia Squarci

Durante un descanso de la clase, hablo con dos adolescentes, Mariam y Hawa, cuyos nombres se han cambiado por motivos de privacidad y seguridad. Las dos han estado sentadas una cerca de la otra, cogidas de la mano y susurrando, mientras también intentaban sostener a sus bebés. Nos cuentan cómo han llegado hasta aquí.

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Hawa, cuyo nombre se ha cambiado por motivos de privacidad y seguridad, fue violada por alguien en una posición de poder.© UNFPA/Gaia Squarci
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Mariam sostiene a su bebé. © UNFPA/Gaia Squarci

Envuelta en un velo blanco, o melhfa, con rayas doradas, Mariam, de 17 años, tiene unos ojos grandes e intensos. Huérfana, tanto ella como sus hermanos viven con una tía. Me cuenta que un día, hace poco más de un año, un vecino le cerró el paso cuando llevaba comida a su hermano al trabajo. Con un cuchillo en la mano, el hombre le dijo: «Si gritas, te mato». Se dio cuenta de que aunque pidiera ayuda, nadie la oiría, ya que estaba en una zona deshabitada entre obras. El hombre la violó y luego le dijo: «Si le cuentas a alguien lo que ha pasado, te buscaré y te apuñalaré. Si no me crees, pregunta a mi hermana. A ella también la apuñalé». Era cierto, asegura. Todo el vecindario lo sabía.

Mariam hace una pausa y toma la mano de Hawa. Las niñas intercambian unas palabras, luego Mariam empieza a amamantar a su hija antes de volver a su historia. No fue hasta la segunda vez que el vecino la violó, unos meses más tarde, que tuvo el valor de presentar cargos. Una mujer la había encontrado vagando por las calles en un estado confuso tras la agresión. Al principio, la policía no la creyó. Cuando Mariam fue al hospital, resultó estar embarazada de cinco meses.

Hawa, de 16 años, vestida con un tono amarillo que recuerda al desierto, se sienta al lado de Mariam. Me cuenta cómo la violó un amigo de su padre, un médico que aprovechó su posición para convencerla de que nadie la creería si lo contaba. Pero se lo contó a su madre, que afortunadamente la creyó. Hawa se quedó embarazada a consecuencia de la violación, y el médico admitió su delito y le propuso casarse con ella, una opción que su padre veía con buenos ojos en un país donde el futuro de su hija estaba ahora comprometido. Ella se negó.

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Las jóvenes madres Hawa y Mariam se han hecho buenas amigas.© UNFPA/Gaia Squarci

«El centro se ha convertido en un refugio donde he encontrado nuevas hermanas».

- Hawa

Hawa, tras sufrir un trauma indescriptible, cría ahora a su bebé, aunque su padre ya no le habla. «El centro se ha convertido en un refugio donde he encontrado nuevas hermanas y me olvido de todos los problemas que tengo en casa, sobre todo con mi padre», dice. «Los trabajadores sociales me ayudan en la manutención de mi bebé, sobre todo comprando pañales, a veces leche, y ropa. Mi anhelo es casarme, ayudar a mi familia y recibir el perdón de mi padre».

Ambos agresores, a pesar de las denuncias formales, están en libertad. Aunque Mauritania ha hecho algunos progresos en materia de derechos de las mujeres, las tradiciones del país siguen profundamente arraigadas en normas sociales discriminatorias.

Hablo con Aichetou Mbarek, partera y directora del centro Al Wava, sobre las niñas que llegan al centro. «Diría que la mayoría tienen alrededor de 12 años cuando llegan.

Compruebo si ha habido violación, intento de violación, golpes, heridas», explica. «Tras la visita, les doy un certificado que les ayuda en su denuncia legal».

La Sra. Mbarek ofrece la píldora anticonceptiva de emergencia cuando puede, pero las chicas, traumatizadas, amenazadas y conscientes de que la violación puede provocar el rechazo de sus propias familias, rara vez denuncian el delito durante el plazo de 72 horas en el que la píldora es efectiva. Mauritania solo autoriza el aborto si el embarazo pone en peligro la vida de la madre, por lo que muchas supervivientes de violación acaban dando a luz, sin otras opciones a su alcance.

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Aichetou Mbarek recibe a las adolescentes supervivientes de la violencia de género cuando llegan al centro, que cuenta con el apoyo del UNFPA.© UNFPA/Gaia Squarci

Los objetivos más importantes del centro, según el personal, son ayudar a las niñas a evitar el rechazo total de sus familias y garantizar que ningún recién nacido sea abandonado en la calle; además, se provee de documentación a todas las personas. Los trabajadores sociales también intentan preparar a las niñas para empleos que les ayuden a labrarse un futuro. Las niñas proceden de zonas subatendidas y pocas han tenido la oportunidad de acudir a la escuela; ahora están aprendiendo árabe y matemáticas.

Les pregunto a Mariam y a Hawa cuál sería su trabajo ideal. Ambas dicen que les encantaría aprender francés ―aquí lo hablan muchas personas― además de árabe. A Mariam le gustaría trabajar con computadoras: hace poco se han empezado a impartir cursos de informática aquí, con el apoyo del UNFPA. Hawa dice con naturalidad: «Haría cualquier trabajo que se me presentara, sé que no tengo elección».

Al observar a las niñas y a sus amigas con sus bebés en brazos, me pregunto por la relación entre las madres y los bebés. Es la pregunta más difícil, la más dolorosa, y decido no hacerla. Me convenzo de que lo hago por ellas, pero también lo hago por mí: sería demasiado duro mirarles a los ojos mientras responden.

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Yahdiha, de 17 años, a la derecha, con una amiga en Chami tras su primera visita ginecológica.© UNFPA/Gaia Squarci
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Junto a la carretera en Mauritania. © UNFPA/Gaia Squarci
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Yahdiha se enteró de la existencia del centro de salud a través del UNFPA y de asociados locales.© UNFPA/Gaia Squarci
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Un paciente recibe atención en el centro.© UNFPA/Gaia Squarci
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La partera Maimouna Niang (izquierda) y la enfermera Rougui Dia y su hija, Zahra, sentadas en la consulta de ginecología de Chami.© UNFPA/Gaia Squarci

Centro de Salud Chami, Mauritania

En la ciudad de Chami, conocemos a Yahdiha, una adolescente que se siente aliviada tras acudir a su primera revisión ginecológica. «Ha ido bien. Al principio tenía miedo. Pensaba que alguna máquina eléctrica podría hacerme daño durante la exploración», dice riendo. Luego se pone más seria y explica que «todo lo que gira en torno a la sexualidad es tabú en la escuela», por lo que no recibió mucha información. En este país no se habla abiertamente sobre la sexualidad y la reproducción sexual.

Yahdiha se enteró de la existencia del Centro de Salud Chami, el único que ofrece servicios ginecológicos en la ciudad, a través de un grupo de WhatsApp, uno de los canales que el UNFPA y sus asociados locales utilizan para informar sobre los servicios. Las actividades de extracción de oro en Chami han atraído a trabajadores varones de otras partes de Mauritania y de los países vecinos, abonando el terreno para que se produzca explotación sexual de mujeres. El centro de salud es vital.

«Todo lo que gira en torno a la sexualidad es tabú en la escuela».

- Yahdiha

Mientras hago una pausa en el soleado patio del centro, se acerca un hombre. Cree que soy doctora y abre la boca para enseñarme unos dientes que le faltan. Le indico que pase al interior. El centro atiende sobre todo a mujeres, pero los hombres también pueden recibir asistencia.

Unos minutos más tarde, hablo con Marieme Vachet, una ginecóloga visitante contratada por el UNFPA. «No hay ningún ginecólogo aquí, así que estamos trabajando para aumentar mis visitas y que sean semanales», afirma. Ha hecho una pausa en su apretada agenda para hablar de su trabajo conmigo. Al final del día habrá atendido a 68 pacientes, en su mayoría mujeres embarazadas.

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La Dra. Vachet realiza una ecografía.© UNFPA/Gaia Squarci

«Aquí el deseo sexual sigue siendo tabú para las mujeres, por lo que se abren conmigo sobre sus preocupaciones más fácilmente que con un hombre», me dice la Dra. Vachet.

Las mujeres y las niñas enfrentan múltiples obstáculos en Mauritania. Aquí, la tasa de matrimonio infantil es alta, con un 37 por ciento de niñas casadas antes de los 18 años. Persiste la práctica nociva de la mutilación genital femenina, que implica la alteración o lesión de los genitales femeninos por motivos no médicos. Esta práctica «provoca dolor durante las relaciones sexuales, infecciones y complicaciones durante el parto», afirma la Dra. Vachet. «Enviamos a todas las mujeres con MGF a Nuakchot. Aquí no podemos correr riesgos».

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Una caravana de camellos atraviesa el desierto mauritano.© UNFPA/Gaia Squarci
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Un conductor del UNFPA en la carretera en Mauritania.© UNFPA/Gaia Squarci

A medida que atravesamos vastas extensiones de terreno, vemos ocasionales caravanas de camellos y cabañas de pescadores, mientras un fino polvo queda suspendido en el aire. Una niebla desértica atenúa el sol, convirtiendo los colores en tonos pastel. Pienso en la libertad de los viajes por carretera, en cómo podemos decidir el ritmo y el itinerario, cuándo parar, con quién hablar. Sobre todo, en la posibilidad de marcharnos. La mayoría de las mujeres que hemos conocido no tienen esta libertad.

Hospital Richard Toll, Senegal

Nos dirigimos hacia el sur y cruzamos desde Mauritania a Senegal; la arena se vuelve rojiza y los colores, más brillantes, perdiendo sus tonos pálidos.

Nos detenemos en el Hospital Richard Toll, donde un médico del servicio de pediatría sale corriendo de una habitación con un niño de cuatro años que parece sin vida. Nos pegamos a la pared para dejarles pasar. Espero que el niño solo esté inconsciente, pero la mirada desesperada de su madre mientras corre tras el médico habla por sí sola. El Dr. Suleymane Ba, que está a mi lado, me pone una mano en el hombro en silencio al ver el pavor en mi rostro.

«Murió de camino al hospital», me cuenta más tarde el Dr. Ba. «Nuestras ambulancias sirven para el transporte, pero aún no están equipadas para reanimaciones». Le pregunto si el niño murió en un accidente. «No, tuvo dificultades respiratorias cuando estaba en casa y, por lo que tengo entendido, hubo un retraso al buscar ayuda. A veces es algo cultural aquí: las madres suelen esperar a que el padre esté en casa para tomar decisiones importantes sobre sus hijos, con la esperanza de que la situación mejore mientras tanto. A veces, cuando lo hacen, es demasiado tarde».

El Dr. Ba es el director del área de ginecología. El servicio de maternidad del hospital empezó a funcionar con el apoyo del UNFPA, y el hospital sigue beneficiándose de la ayuda del UNFPA, que incluye equipos médicos, formación del personal sanitario y otros servicios esenciales.

Mientras el Dr. Ba nos conduce por las salas llenas de mujeres que esperan dar a luz o acaban de hacerlo, mi amiga Simone hace una observación: «No hay ni un solo padre por aquí».

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Un ginecólogo realiza una ecografía en el Hospital Richard Toll, que cuenta con el apoyo del UNFPA.© UNFPA/Gaia Squarci
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Bane Diablo, una paciente de 20 años que dio a luz el día anterior, habla por teléfono con su marido en Richard Toll.© UNFPA/Gaia Squarci

Bane Diablo habla por teléfono con su marido. Tiene 20 años y ayer dio a luz a su primer hijo. Su marido es ganadero en Ronkh, a una hora del hospital. «No, aún no ha visto al niño. Está en el trabajo», dice. El recién nacido se encuentra en observación porque empezó a vomitar a primera hora del día. Le pregunto si utiliza anticonceptivos como método de planificación familiar. Al principio le cuesta comprender la pregunta, pero luego se ríe. «Está en manos de Dios», afirma. 

En una cama cercana, Aminata Diop, de 39 años, perdió a su bebé en el tercer mes de embarazo. Tiene tres hijos, pero este era su quinto embarazo, porque su primer hijo nació muerto. Tiene la mirada triste y cansada, pero tranquila.

El UNFPA trabaja en Senegal para apoyar los servicios de planificación familiar y colabora en la formación de mujeres, niñas y parteras, así como de hombres y niños; también intenta conseguir que los anticonceptivos sean accesibles. Aquí, las tradiciones profundamente arraigadas obstaculizan el uso de los servicios de salud sexual y reproductiva y de planificación familiar, así como la eliminación de la mutilación genital femenina, el matrimonio infantil y otras prácticas nocivas.

Centro FASS de Asesoramiento para Adolescentes y Jóvenes, Senegal

En la ciudad de Dakar, las niñas se sientan juntas en una habitación y miran un video que les advierte contra los peligros del matrimonio infantil.

Aquí, en el Centro FASS, las personas jóvenes reciben orientación y apoyo para su salud y derechos reproductivos. El centro, que cuenta con la ayuda del UNFPA, también ayuda a luchar contra prácticas nocivas como el matrimonio infantil, el embarazo en la adolescencia, la mutilación genital femenina y las infecciones de transmisión sexual. Lo gestionan y dirigen jóvenes líderes de asociaciones locales de chicas, así como educadores entre iguales y «madrinas» locales, entre otras personas.

Conozco a Adja, una joven alta y delgada de 27 años. Al principio es tímida, pero pronto se sincera y me cuenta que le encanta escribir y que asistió a una buena escuela. Cuando murió su padre, el principal sostén de la familia, no pudo continuar sus estudios y su vida empezó a ir cuesta abajo, ya que su tío comenzó a intentar echarlas a ella y a su madre de casa.

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Obteniendo ayuda en el Centro FASS.© UNFPA/Gaia Squarci

Adja me cuenta que jugaba en un equipo de baloncesto, pero tuvo que dejarlo debido a ataques de pánico cada vez más frecuentes. Se aisló y creyó que estaba poseída por espíritus malignos. «Aquí en Senegal tenemos espíritus», dice. «Fui a ver a un morabito para que me liberara de ellos, pero pedía demasiado dinero, que yo no tenía».

Me enseña un poema que escribió en su teléfono sobre una tortuga que sueña con los ojos abiertos, ocultando su dolor. «La tortuga soy yo», dice en voz baja.

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Coumba, de 32 años, es trabajadora social en el Centro FASS. © UNFPA/Gaia Squarci
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Adja, de 27 años, que recibe apoyo en el Centro FASS, sentada delante de un cartel que dice «No toques a mi hermana». © UNFPA/Gaia Squarci

La riqueza del mundo interior de Adja queda patente en su mirada y, a pesar de su timidez, está deseando compartirlo. Hablamos de escribir más poemas, de volver a jugar al baloncesto.
 
Mientras paseamos por el centro, saluda a una trabajadora social llamada Coumba, de 32 años. Enseguida me impresiona el aplomo de Coumba. Pronto me entero de que se lo ha ganado a pulso. Cuando era pequeña, sus padres se quedaron sin medios para mantenerla y la enviaron a vivir con una tía en Kolda. Su tío empezó a obligarla a levantarse a las 5 de la mañana para vender agua fría en la calle antes de ir a la escuela por la mañana. «Si no vendes, no comes», le decía.
 
«A veces me despertaba a las 3 o 4 de la mañana, me tiraba agua helada a la cara y me pegaba», cuenta. «Me negué a seguir vendiendo en esas condiciones». Para castigarla, le hacía dormir en el pasillo.
 
Cuando un vendedor ambulante le ofreció a Coumba un lugar donde dormir, pronto se quedó embarazada de él. Le pregunto qué sentimientos tenía hacia él. «No sé si estaba enamorada. Tenía 15 años y me ayudó», dice. «Nos casamos para que yo pudiera tener el bebé, y él me alentó a seguir estudiando. Mi principal objetivo siempre ha sido volver a Dakar, de donde soy, y lo conseguí. Obtuve el título de secundaria».

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Un baobab, árbol venerado en Senegal, iluminado por farolas en Dakar. © UNFPA/Gaia Squarci

A medida que nuestro viaje por carretera se acerca a su fin, pienso en que prácticamente no hemos hablado de amor durante el viaje. Coumba fue la primera en sacar el tema.

Teniendo en cuenta las difíciles situaciones con las que nos hemos encontrado, hablar de amor puede parecer ingenuo. Pero desde otro punto de vista, los servicios que apoyan la salud y los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y niñas ayudan a sentar las bases de la independencia emocional, intelectual y económica, ofreciendo a las mujeres la posibilidad de entender lo que significa el amor para ellas y lo que quieren de él y de sí mismas.

Gaia Squarci es una fotógrafa y cinematógrafa que divide su tiempo entre Milán y Nueva York, donde enseña narrativa digital en el Centro Internacional de Fotografía.

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