“Hace algunos años, mis padres hablaron conmigo sobre la mutilación genital femenina”, comenta Tabitha, de 15 años. “Me contaron los efectos nocivos y lo entendí, y dije que no me cortarían jamás”.
“Seguiré en la escuela y terminaré mis estudios”, añade, “y lucharé por los derechos de las niñas, para que no tengan que someterse a la MGF”.
Tabitha, que creció en Kenya, vio cómo menguaba poco a poco su grupo de amigas, a medida que estas se sometían a la mutilación genital femenina, dejaban la escuela y se casaban. Pero los padres de Tabitha, Moisés y Susana, estaban informados sobre los daños que se derivan de la mutilación genital femenina. Asimismo, pensaban que, además de no ser un precepto religioso, la práctica contravenía las enseñanzas de la fe cristiana.
Pese a la enorme presión social para que sometieran a su hija a la práctica, Moisés y Susana se mantuvieron firmes y la apoyaron para que permaneciera en la escuela y participara en ritos de iniciación alternativos que respetaran la integridad de su cuerpo.
Al principio, lucharon solos, hasta el extremo de que Tabitha fue secuestrada con el propósito de someterla a la mutilación genital femenina, pero sus padres y su pastor la rescataron antes de que sufriera algún daño.
Con el tiempo, la opinión de la comunidad ha cambiado en beneficio de la seguridad de Tabitha y otras niñas, a medida que más y más personas han ido aceptando que la mutilación genital femenina es una práctica nociva que hay que eliminar.
Las normas sociales que sustentan la mutilación genital femenina no son inmutables. Se pueden socavar y sustituir, y se está pasando a redefinir la ausencia de mutilación, que antes se estigmatizaba, como un estado sano e íntegro.
La mayoría de familias que someten a sus hijas a la mutilación genital femenina tienen intenciones loables: protegerlas del estigma, ofrecerles mejores perspectivas de matrimonio o cumplir sus obligaciones religiosas. Pero cuando toda la comunidad decide abandonar la práctica de manera colectiva, la decisión no acarrea desventajas para ninguna niña o familia.
El abandono colectivo es la clave para eliminar la mutilación genital femenina en las comunidades. Este cambio comienza con el diálogo: el conjunto de la comunidad delibera sobre los valores y los derechos y, en última instancia, opta por poner fin a la práctica.
En los diálogos comunitarios intervienen diversos interesados, como dirigentes religiosos y tradicionales, miembros de organizaciones comunitarias, fuerzas del orden, trabajadores sociales, profesionales de la medicina y la docencia, y los y las jóvenes. Los miembros de la comunidad de todas las edades toman conciencia de las dimensiones de salud y de derechos humanos de la mutilación genital femenina. Tras el diálogo y los debates, las ideas empiezan a cambiar.
El proceso de cambio procede desde abajo hacia arriba y viceversa.
Las leyes que prohíben la práctica pueden favorecer el cambio de actitudes y prestar apoyo a quienes decidan abandonarla, pero no funcionarán por sí solas: tienen que aplicarse. Y puede haber consecuencias imprevistas, como la mutilación de las niñas a más corta edad o en un país extranjero.
La clave reside en las intervenciones que generan una red de refuerzo. Los medios de comunicación locales pueden galvanizar la opinión pública en contra de la práctica y fortalecer los mecanismos de rendición de cuentas cruciales para la aplicación de la ley, y las redes sociales pueden difundir el mensaje y conectar a sus defensores. El apoyo de los grupos de promoción, los organismos de control y la comunidad internacional puede reafirmar la voluntad política, y así generar el impulso necesario para poner fin a la mutilación genital femenina.
En 2008, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) establecieron el mayor programa mundial orientado a acelerar la eliminación de la mutilación genital femenina. Este programa de aplicación local, nacional, regional y mundial se propone concienciar sobre los daños causados por la mutilación genital femenina, fortalecer la respuesta institucional, ofrecer asistencia a las niñas y mujeres afectadas, y empoderar a las comunidades, las mujeres y las niñas para que abandonen la práctica.
Hasta la fecha, 13 países han prohibido la mutilación genital femenina, y más de 31 millones de personas en más de 21 700 comunidades en 15 países se han comprometido públicamente a abandonar la práctica.
Aunque las normas que sustentan la mutilación genital femenina son complejas y se encuentran profundamente arraigadas, no son lo bastante fuertes como para resistir la voz de las supervivientes, las pruebas crecientes de los daños que causa, el cambio mundial de actitudes, ni el poder de la acción colectiva.