Una decisión ilusoria: el embarazo en la adolescencia
EL SALVADOR/FILIPINAS — Cuando tenía solo 16 años, Yajaira se quedó embarazada de su novio, de 18, la primera vez que mantuvieron relaciones sexuales. Al poco tiempo se casaron. “Fue el comienzo de una nueva etapa de mi vida”, recuerda Yajaira. “Fue un cambio brusco, porque tuve que responsabilizarme de mi embarazo, justo cuando acababa de terminar el noveno curso”.
La suya es una situación muy común. En El Salvador, donde vive, un cuarto de todos los embarazos corresponden a adolescentes (UNFPA El Salvador, 2021). Es una señal de desempoderamiento general: los embarazos de adolescentes y los matrimonios precoces están vinculados a ciclos de violencia doméstica y sexual (de todos los embarazos corresponden a adolescentes (UNFPA El Salvador, 2021), una lacra ya habitual antes de que se disparara en un 70% durante la pandemia de COVID-19 (IRC, 2020). Hasta hace poco la educación sexual no estaba incorporada al plan nacional de estudios y el aborto está terminantemente prohibido en cualquier circunstancia, sin excepciones para casos de violación, incesto o peligro para la vida de la madre y el feto.
Cabría suponer, por tanto, que la mayoría de los embarazos de adolescentes no son intencionales. Pero, de hecho, en más de la mitad de los embarazos de adolescentes en El Salvador, un 58%, las mujeres declararon que habían sido intencionales, mientras que el 75% de los hombres implicados los consideraron intencionales (Carter y Speizer, 2005).
Al preguntársele si había tomado la decisión de ser madre a los 16 años, Yajaira no responde directamente. Dice que no recibió ninguna educación sexual, y que el sexo y el embarazo fueron algo que ocurrió, sin más. Para ella y para tantas otras mujeres jóvenes —especialmente las marginadas por la pobreza y la falta de oportunidades de empleo o educación— el embarazo y el matrimonio precoces son inevitables. Más de una cuarta parte de las jóvenes salvadoreñas se casan o pasan a vivir en uniones informales antes de cumplir los 18 años (CEPAL, 2020).
Aunque Yajaira no tomó la decisión explícita de quedarse embarazada, el matrimonio fue algo distinto. “Mi madre no quería”, explica. “Pero yo no quería que se repitiese con mi hijo lo que viví yo, ser criada sin un padre, así que decidí casarme y me fui a vivir con los padres de mi novio. Fue la etapa más difícil de mi vida. Cuando iba camino del ayuntamiento para casarme, mis compañeros de clase estaban en un acto para celebrar el inicio del bachillerato… Ahí me bajé de la nube. Pensé: ‘¿Qué estoy haciendo?’”.
Su esposo le había prometido que podría seguir estudiando, pero la realidad fue otra. Además de cuidar a su hijo pequeño y de contribuir a la economía familiar fabricando queso y vendiéndolo, todos los sábados iba a clases en la capital del departamento. Después volvía a toda prisa a casa para hacerle la comida su marido, una situación que irritaba a su suegra. “Se acabó esa tontería de estudiar”, recuerda Yajaira que le dijo.
En la otra punta del mundo, en Maguindanao (Filipinas), Rahmadina era una colegiala como tantas otras, hasta que terminó el sexto curso. A los 14 años se enamoró y se casó con Morsid, de 16, y al poco tiempo dio a luz a su primer bebé. Afirma que ella misma tomó esas decisiones. Pero no esperaba lo que vino después.
“Aun después de casarnos, conseguí terminar el primer año de bachillerato”, cuenta Rahmadinah, acunando a su segunda criatura, recién nacida. Luego, su deseo de proseguir los estudios se dio de bruces contra la cruda realidad. Después de que su marido viajara a Manila por trabajo, “me dijo que dejara los estudios, porque él también los había dejado”.
A pesar de sus penurias económicas y de las dificultades que a veces conlleva criar a dos niños tan pequeños, a Rahmadinah le encanta ser madre. Aun así, confiesa que piensa en la vida que habría tenido si hubiera tomado otras decisiones.
Ahora quiere encontrar trabajo en el extranjero “para que mis hijos puedan tener todo lo que necesiten”, señala. “Pero mi marido no me da permiso. Me dice que no puedo, que si voy a trabajar al extranjero me dejará. Así que me quedo callada, ya no pienso ir a ningún sitio”.
También Yajaira se sintió atrapada. Aunque casarse fue decisión suya, había otras decisiones de su vida que escapaban a su control. Su marido la engañaba y la maltrataba psicológicamente. Cuando Yajaira quiso marcharse, él y sus padres utilizaron a su hijo para presionarla. “Me pidieron que me fuera yo y que dejara a mi hijo, que no me lo llevara”. Y a los cinco años de matrimonio, llegó por fin al límite. Volvió a casa de su madre, llevándose a su hijo consigo. “No iba a dejar a mi hijo allí. No iba a quitármelo nadie”.
Estaba decidida a cambiar de rumbo: terminó los estudios e ingresó en el cuerpo de policía, para ayudar a las supervivientes de la violencia de género. Volvió a tener un embarazo no intencional. En esta ocasión había utilizado métodos anticonceptivos, pero no funcionaron. Cuando le dijo a su pareja que estaba embarazada, él se marchó a otra localidad.
Hoy en día, a sus 34 años, Yajaira irradia confianza. Está contenta con su carrera, orgullosa de sus hijos de 6 y 17 años y entusiasmada con la licenciatura en trabajo social que está a punto de terminar. Además, está educando a sus hijos para que sean hombres responsables que rechacen las normas de género desiguales y hablen abiertamente de temas como la anticoncepción: “Es muy habitual que las madres no se sinceren y no hablen de estas cosas con sus hijos. Pero es positivo contárselas, para que adquieran cierta confianza”.
En cuanto a Rahmadina, también está tomando decisiones para asegurar su futuro. Se ha informado sobre los métodos anticonceptivos disponibles y está a punto de recibir su primera inyección anticonceptiva. También quiere que su hija tenga más oportunidades. “Quiero que termine sus estudios, que no acabe como yo, y que alcance sus metas antes de casarse”, afirma.