En los años que lleva ayudando a las personas supervivientes en Estados Unidos, Leidy Londoño se ha acostumbrado a oír el lenguaje de la conmoción, el miedo y la vergüenza que utilizan cuando tienen que lidiar con las secuelas de una agresión sexual. Además, ha visto cómo les cuesta expresar con palabras una forma concreta de violación, un fenómeno extendido pero poco comprendido, incluso por quienes la experimentan o la perpetran: la coacción reproductiva.
“Implica comportamientos que la pareja u otra persona utiliza para mantener el poder y el control en una relación que están conectados con la salud reproductiva”, explica Londoño, quien ha acompañado a las supervivientes a los hospitales y ha proporcionado asesoramiento a través de una línea telefónica directa. Ahora trabaja como educadora y gestora de programas en Planned Parenthood, en Washington D. C. “Puede adoptar muchas formas diferentes. Hay intentos explícitos de dejar embarazada a una pareja en contra de sus propios deseos. Puede tratarse de controlar los resultados de un embarazo, de coaccionar a la pareja para que mantenga relaciones sexuales sin protección, de interferir explícita o implícitamente en los métodos anticonceptivos, o de mentir o engañar acerca de estos”.
Las supervivientes carecen de un vocabulario común para describir la violación específica que sienten cuando se les niega el dominio de su fecundidad o de su salud sexual, hayan consentido o no a un encuentro sexual. Sin las palabras para identificar esta experiencia, a menudo expresan confusión y autorrecriminación. Londoño recuerda a una joven que descubrió que su pareja se había quitado el preservativo sin decírselo durante una relación sexual consentida, una práctica conocida como stealthing. “Al principio se preguntaba si estaba exagerando”.
El concepto de coacción reproductiva es relativamente nuevo, ya que la mayoría de los estudios sobre este tema se han hecho en los últimos 20 años, la mayoría en Estados Unidos, donde se calcula que su prevalencia está entre el 15% y el 25% (Park et al., 2016). No obstante, las investigaciones recientes muestran que se halla muy extendida en todo el mundo y quienes la cometen no son solo las parejas, sino incluso las familias y los miembros de la comunidad (Grace y Fleming, 2016). Incluso puede ser fomentada por los sistemas de salud, a través de políticas que obligan a una mujer a obtener el permiso de su marido para poder utilizar servicios de planificación familiar, por ejemplo.
Dipika Paul, que lleva décadas trabajando como investigadora en el ámbito de la salud sexual y reproductiva en Bangladesh, confiesa que desconocía el término “coacción reproductiva”. Tanto ella como los trabajadores sanitarios y los activistas se referían de forma más general a “trabas a la planificación familiar”.
Actualmente, Paul es una experta en el tema. Como asesora de Ipas en Dhaka, es testigo de muchas formas de coacción reproductiva. “En el caso de los maridos, puede empezar con ellos diciéndole a sus esposas que no usen anticonceptivos —orden que ellas acatan—, hasta llegar a la violencia grave. A veces los maridos les niegan la comida o el dinero si ellas quieren seguir usando métodos anticonceptivos”, explica Paul. Es habitual que esta presión esté relacionada con “el deseo de los maridos u otros familiares de tener más hijos o hijos varones”. Añade que también se observa el uso forzado de anticonceptivos y el aborto forzado.
Estos actos coercitivos no suelen considerarse formas de violencia, quizás porque la reproducción se ve como una decisión familiar. “La familia política influye mucho”, dice Paul. Esto es particularmente cierto en el caso de las esposas más jóvenes y menores de edad; la edad media del matrimonio es de 16 años, según una Encuesta Demográfica y de Salud de 2018. “A las mujeres jóvenes les resulta difícil decidir ellas solas”.
Y, sin embargo, existe un claro vínculo entre la coacción reproductiva y la violencia. Paul calcula que, según un estudio que está realizando actualmente, alrededor de tres de cada cinco mujeres que dijeron haber sufrido coacción reproductiva habían experimentado también violencia sexual o física por parte de sus maridos.
Jay Silverman, profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de California, en San Diego, comenzó su carrera trabajando con hombres jóvenes y adultos que habían ejercido violencia contra sus parejas. Desde entonces, ha estudiado la coacción reproductiva en Bangladesh, la India, Kenya, el Níger y los Estados Unidos. Silverman dice que, aunque la coacción reproductiva a veces puede ser ejercida por mujeres de la familia, la violación tiene sus raíces en la desigualdad de género.
“Aquí entra en juego un factor universal”, explica, “que es la supuesta prerrogativa de los hombres para controlar a su pareja. De alguna manera, esa sensación que tienen los hombres, ese derecho a ese control, es algo omnipresente, en mi opinión, en la mayoría de nuestras sociedades”.
Silverman y sus colegas —entre ellos, los de Ipas en Bangladesh— están ensayando instrumentos para ayudar a los trabajadores sanitarios a identificar la coacción reproductiva como, por ejemplo, preguntas sobre las actitudes y el comportamiento de la pareja. Una vez que se reconoce la existencia de la coacción, las mujeres pueden reafirmar su integridad corporal, por ejemplo, seleccionando métodos de planificación familiar que no puedan ser detectados por su pareja.
Aunque las mujeres carezcan de vocabulario para describir la coacción reproductiva, “también creo que los seres humanos se resisten de forma innata a ser controlados. Hay muchas estrategias de respuesta diferentes que las mujeres de las comunidades de todo el mundo han desarrollado para hacer frente a la coacción reproductiva, entre ellas el apoyo de unas a otras. Es algo que ocurre de manera natural, en todas partes. Siempre ha sido así, ya sea una vecina o una mujer de la familia que esconda las píldoras o que le ayude a ir a una clínica”, explica Silverman. Cuando las clínicas reparten folletos sobre la coacción reproductiva, la violencia por parte de la pareja y cómo buscar ayuda, las mujeres suelen “llevarse montones” para poder compartir la información con otras.
Gran parte de la carga que entraña abordar la coacción reproductiva recae en los profesionales, que a menudo se enfrentan a un doble imperativo: encontrar el equilibrio entre involucrar a los hombres en cuestiones de salud reproductiva sin cederles todo el poder de decisión. “El ideal de la participación masculina en la salud sexual y reproductiva y en la salud materno infantil se ha convertido en una prioridad a nivel internacional”, afirma Silverman. La participación masculina se ha relacionado con un mayor uso de la planificación familiar y los anticonceptivos y la mejora de los resultados en materia de salud materno infantil (Kriel et al., 2019; Assaf y Davis, 2018). Sin embargo, cuando los hombres desean controlar la libertad reproductiva de su pareja, “su involucración resulta, obviamente, perjudicial”.
Asimismo, los hombres —de hecho, las personas de todos los géneros y orientaciones sexuales— también pueden ser víctimas de coacción reproductiva. “Cualquiera puede sufrir coacción reproductiva”, dice Londoño. “Las mujeres de las comunidades marginadas experimentan niveles de violencia en porcentajes desproporcionados, y eso incluye la coacción reproductiva. No obstante, eso no excluye que yo haya hablado con chicos y hombres jóvenes en general que intentan identificar sus propias experiencias, expresarlas con palabras y contextualizarlas”.
Es necesario dominar el vocabulario de la coacción reproductiva, especialmente entre los encargados de formular políticas. “Cuando nuestras leyes y nuestras políticas son imprecisas y nuestro lenguaje es ambiguo, no se tiene en cuenta a las personas supervivientes”, asegura Londoño.
El aprendizaje de la autonomía corporal también es algo crucial. En un proyecto reciente, dice Paul, “hablamos con las mujeres y ellas eligieron esta terminología: ‘mi cuerpo, mis derechos’. Todas coincidieron en que hay que difundir este mensaje entre la población: que mi cuerpo me pertenece”.